Por
las calles de París, corríamos. Como almas que lleva el diablo, corríamos. Te
advertí que siempre corro antes de andar. Te advertí que tantos meses de luto, de precariedad y penas
no habían logrado apagar mi pasión. Y salté en tus ojos, salté, en tu sexo. Te vi lamer con avidez mis heridas abiertas, mis viejas
cicatrices. Te vi concentrada en mi placer, amándome, deseándome,
haciéndome vivir de nuevo. Entonces, una tarde cualquiera de invierno, te
detuviste en seco. Fue voluntario, meditado. Cuánto cansa correr sin una meta
clara, dijiste. Y te ofrecí todas las metas imaginables, trazando cien recorridos
distintos diseñados al milímetro. Cuánto cansa correr, respondiste.
Ahora
me miran las pastillas mientras vuelvo a escuchar los susurros del viejo
mueble, y vuelven los huracanes en el estómago, la oscuridad que
sobrevive a la noche. Ahora dudo si será más rápido un corte, una sobredosis o
lanzarme a la literalidad del abismo. Ahora sé lo que me espera: la
precariedad, las penas y el luto. Pero algo late, algo clama, reconozco el eco
de un lejano y familiar impulso. No importa la edad, las muertes ni los
fracasos.
Nada
puede extinguir mi pasión.