viernes, 6 de septiembre de 2019

Natalie II



Por las calles de París, corríamos. Como almas que lleva el diablo, corríamos. Te advertí que siempre corro antes de andar. Te advertí que tantos meses de luto, de precariedad y penas no habían logrado apagar mi pasión. Y salté en tus ojos, salté, en tu sexo.  Te vi lamer con avidez mis heridas abiertas, mis viejas cicatrices. Te vi concentrada en mi placer, amándome, deseándome, haciéndome vivir de nuevo. Entonces, una tarde cualquiera de invierno, te detuviste en seco. Fue voluntario, meditado. Cuánto cansa correr sin una meta clara, dijiste. Y te ofrecí todas las metas imaginables, trazando cien recorridos distintos diseñados al milímetro. Cuánto cansa correr, respondiste.
Ahora me miran las pastillas mientras vuelvo a escuchar los susurros del viejo mueble, y vuelven los huracanes en el estómago, la oscuridad que sobrevive a la noche. Ahora dudo si será más rápido un corte, una sobredosis o lanzarme a la literalidad del abismo. Ahora sé lo que me espera: la precariedad, las penas y el luto. Pero algo late, algo clama, reconozco el eco de un lejano y familiar impulso. No importa la edad, las muertes ni los fracasos.
Nada puede extinguir mi pasión.