miércoles, 9 de mayo de 2012

Historia de un anillo

Un gato negro. Un gato encerrado en un anillo. Un anillo congelado en la imagen grabada hace ocho años. Si hubiese sido como aquel terrorífico gato del relato de Poe, estarías muerto. No habrías podido dejarlo abandonado, ignorando la promesa que trascendía al objeto. Porque habría aparecido una y otra vez, sin ser bienvenido, maullando hasta la extenuación. Molesto, como aquel amor inoportuno. Un maullido de desesperación en mitad de la noche, una voz que grita socorro ante oídos sordos.

¿Qué fue del anillo-promesa? Probablemente acabó en cualquier contenedor, o adornando dedos más dignos. O quizás, te dormiste jugando con él y te lo tragaste sin querer, sin el menor rasguño, escapando una vez más del homicidio. Después de todo, siempre tuviste suerte.

Si nuestra historia fuese como la del relato de Poe, yo habría acabado muerta. Y el anillo emparedado en un sótano cualquiera, de los muchos hogares que habitaste alguna vez. Pero yo no soy un fantasma, ni la esposa de nadie. No fui yo la que recibió de tus labios falsas promesas cerca del Golden Gate, vestida de blanco, con los ojos brillantes de ingenuidad.

Al final, fue la casualidad la que cumplió nuestra promesa, porque el azar tiene la maldita manía de jugar con trenes. Y no hubo anillos, solo pérdida.

No voy a olvidar aquel diente roto, ni la fecha de tu cumpleaños, ni el espectro del código de barras en tus muñecas. Tampoco el patinaje artístico, la falta de hierro o el plan homicida de los plátanos.

Pero el gato negro, el nuestro, hace tiempo escapó del anillo y su maullido era suave, indoloro y pacífico. Casi indiferente. Su maullido era de perdón, un perdón involuntario, como la imposibilidad del olvido.