Hay un monstruo que traspasa paredes, se cuela en tus sueños
y devora lentamente la boca de tu estómago. Tiene muchas caras, se apropia de
la risa dionisíaca y la transforma en una enfermedad mortal. Tiene demasiados
brazos, mientras te corta la respiración es capaz de masturbarte y, a la vez,
te araña el pecho y a la vez, hunde tus ojos cada día un poco más, como el paso
del tiempo. Es tan familiar que te acuestas con él, lo alimentas. Huyes lejos
pero siempre vuelves. Susurra verdades como cuchillos “no eres más que polvo en
el viento y, sin embargo, observarás tu insignificante existencia como si
tuviera la fuerza gravitatoria de un agujero negro”. Demasiadas verdades “hay cadáveres
en las aceras pero pasarás la vida lamiendo tus cicatrices”. El espejo devuelve
siempre una imagen engrandecida y el monstruo se encarga de deformarla. Que
osadía la de aquel que asesinó para conservar la infamia contenida en un
retrato, ignorando que el verdadero retrato se encuentra en las profundidades,
se confunde con el monstruo.