domingo, 8 de junio de 2014

¿Contradicción?

Una imagen asoma. Una mujer bailando, la música propaga el aroma de la seducción, se produce la rebeldía de las extremidades. La juventud coquetea con cada nota al tiempo que una corriente invisible dibuja a su alrededor la neblina que precede al éxtasis.
 
La música lo inunda todo. Es un juego, vértebra a vértebra se estremece a su contacto, cómplice.
El contoneo es inherente a ella, y siente cómo se prolonga el extremecimiento hasta hacerse eterno. Ella. El fuego en su mirada, la reviste un cinturón de vida. Imparable, irrompible, infranqueable. Y siente como en ese instante sólo la música importa, sólo la música habla, ordena, implora. De pronto el lenguaje es su cuerpo, que se impone como el único posible.

 Se ha liberado el descaro y la sensación de libertad aflora por los poros de su piel, su delicia se degusta entre los labios. Una mujer. Una mujer bailando.

En la letra... cuerpos vendidos. Ofrecidos. Reducidos a la más vulgar y simple cosificación. Dominación masculina, explícita, opresora, insoportable. Una ley que no deja más opciones que el asco o la caida, el vómito o la rendición sin trabas.

Ella. Bailando esa canción, incuestionablemente libre. Ella y su corriente, su poder de llama inapagable. Ella elevando su voz a las más altas cumbres, más arriba de la simpleza sórdida de la letra, de su desfachatez, de su insolencia inaceptable.

Ella escalando entre las estrofas, utilizando el estribillo como escalera a la más absoluta elevación. La letra en contradicción con la música. Oponiéndose a lo inoponible, a ella.

¿Renunciar al lenguaje de nuestros cuerpos?

jamás.